Entre los sabores que conforman la memoria culinaria de Tabasco, la Copa Nevada destaca como una joya que ha resistido el paso del tiempo. Este postre, heredado de las cocinas antiguas y preparado con paciencia y ternura, forma parte de la identidad gastronómica del estado y del acervo dulce de México.
Considerado un postre de raíz tabasqueña, la Copa Nevada fue rescatada por el reconocido chef e investigador Ricardo Muñoz Zurita, quien en su libro “Verde, blanco y rojo en la cocina mexicana” la describe como “una de las joyas más atesoradas de la cocina tradicional mexicana”. Su sabor asegura, es “exquisito y de extraordinaria sutileza”, una característica que lo convierte en un platillo digno de las mesas más refinadas.
Su preparación aunque sencilla, encierra la esencia de la repostería artesanal: leche hervida con canela, yemas batidas, un toque de azúcar y una ligera fécula de maíz que otorgan a la mezcla una textura cremosa. El toque final es un merengue suave, elaborado con claras montadas a punto de nieve y ralladura de limón que se coloca justo antes de servir para conservar su forma y frescura. El contraste entre la salsa fría y el merengue a temperatura ambiente es parte del encanto de este dulce antiguo.
Cada copa, decorada con canela en polvo y una hoja de menta es una obra de arte sencilla pero significativa. En ella se refleja la calidez de los hogares tabasqueños, donde las sobremesas eran espacios de convivencia, conversación y amor familiar la receta se transmitía de generación en generación, como un secreto que aseguraba la continuidad de la tradición culinaria local.
El nombre “Copa Nevada” alude a su apariencia: la blancura del merengue recuerda los paisajes nevados, poco comunes en el trópico tabasqueño pero presentes en la imaginación de las familias que deseaban un postre delicado, fresco y elegante. Su contraste de colores el tono dorado de la base y el blanco inmaculado del merengue simboliza la unión entre la tierra cálida y la pureza del recuerdo.
La historia de este postre se remonta a una época en la que los ingredientes eran sencillos y el tiempo en la cocina era un acto de amor en muchos hogares, era el cierre perfecto para las comidas dominicales o las festividades familiares. Con el paso de los años su preparación fue quedando en el olvido, sustituida por postres modernos, hasta que chefs e investigadores gastronómicos comenzaron a rescatarla como parte del patrimonio dulce de Tabasco.
Hoy, gracias al auge de la cocina tradicional mexicana y el interés por recuperar los sabores del pasado, vuelve a las mesas de los restaurantes, las ferias gastronómicas y los recetarios familiares. Su preparación continúa siendo una experiencia sensorial: el aroma de la canela, del merengue y el toque cítrico del limón despiertan una conexión emocional con la tierra tabasqueña.
Tiene un valor simbólico que trasciende lo culinario representa la resistencia de la tradición doméstica, esa sabiduría femenina que a través de la cocina, conserva la identidad y la historia de los pueblos. No solo alimenta el cuerpo, la memoria y el alma.
La clave está en prepararlo con cuidado y disfrutarlo sin prisa, pues en cada cucharada se encuentra el eco de las cocinas de antaño, el cariño de las abuelas y el sabor de un estado que sigue vivo en sus recetas.
Es sencillo pero elegante se mantiene como una de las expresiones más puras del dulce tabasqueño, un emblema de la repostería mexicana que combina tradición, sabor y emoción. Quien lo prueba no solo descubre un postre, una historia.




